Detrás de cada cosa

Galeria Vangar (22.09.23 – 18.11.23)

 

En El origen de la obra de arte (1938) Heidegger interpretó aquellas botas gastadas que aparecen representadas en el cuadro de Van Gogh. En ellas … queda plasmada la fatiga de los pasos laboriosos… queda retenida la tenacidad de la lenta marcha… está depositada la humedad y saturación del suelo… vibra la llamada silenciosa de la tierra… En los ojos y las palabras del intérprete se nos entregan unas botas inscritas en un plexo vital hecho de caminos, tierra, caminatas, fatigas, esfuerzos, anhelos… una pertenencia a una cotidianidad dramática y escondida, que ahora se nos revela. De este entramado de relaciones quedan… dos botas y su apertura a una mirada que descubre el mundo y la vida que las hizo ser lo que eran. Heidegger entrega lo que permanece en el lienzo, lo plasmado, retenido, depositado, vibrante aún.

 

Frente a la pretensión tan contemporánea de que las cosas sean siempre nuevas, como no-venidas de ningún sitio, de que desaparezcan silenciosas ante la llegada de nuevas-cosas-nuevas que tampoco nos dirán sus orígenes, ni sus dramas ni sus filiaciones, la mirada de Heidegger recuerda la necesidad de escuchar los ecos que vivencias y paisajes dejaron en los objetos, objetos que la vida necesitó para vivirse, vida que se hizo haciendo tantas cosas, haciéndose en roces y relaciones.

 

Sentimos pudor y respeto ante la revelación de las cosas: qué luchas, qué voces, qué historias íntimas. Todo respira la silenciosa dignidad de lo que merece ser contado y escuchado. Como en las obras de Adrián Jorques, donde las marcas del tiempo se vuelven simbólicas a través de las capas, y sugieren un detrás de cada cosa, una vida interior pronta a la manifestación.

 

Sabemos que si no tenemos tiempo para contar y escuchar, para dejar que las cosas nos cuenten sus cosas, estamos perdiendo la gravedad, delicada y frágil, que nos constituye. El pondus de San Agustín, sin el que nos desvanecemos. Nuestra mirada en aceleración huye, en verdad, de nosotros mismos, de nuestra implicación en la vida que nos apela. Sin relación no hay identidad, solo sostenemos — como Hamlet la calavera en el último acto de la tragedia—, la imagen cada vez más borrosa de nosotros mismos. No hay historia allí, ni símbolo, ni misterio en el que habitar. Ni que nos habite. Sin revelación. Sin botas.

 

Agradecemos al arte que nos revele las historias escondidas, y que al tiempo nos deje en el misterio de las mismas cosas, de nosotros mismos. Si nuestra mirada es constante y respetuosa el lienzo se descubre, y extrañados llegamos a sentir que hasta entonces no habíamos visto más que un simple cendal, un guardapolvos, una cubierta, sin llegar a lo que ocultaba; ahora vemos, ahora se manifiesta la pintura, pero también notamos, con una percepción de extrañeza algo incómoda, que somos nosotros quienes nos descubrimos, que también a nosotros nos recubría un cendal, un guardapolvos. Este inicio de pudor y respeto ante la revelación de las cosas, de nosotros, de nuestra relación con ellas, quizás sea el indicio de una vita nuova. El arte no puede salvarnos, pero como Virgilio guiando a Dante hacia la salida del infierno, nos dice: ¡Mira!

 

Otra velocidad, otros ojos. Otros espacios para contemplar. He recordado lo que me ocurre cuando descubro un dilatado paisaje por la ventanilla de un vagón de tren: si bajo la mirada hacia lo cercano y rápido, se apresura una masa escurridiza e informe, un sumidero de colores inestables: querer ver lo inmediato y cercano, dejarse poseer por la velocidad desmesurada, resulta en una paradójica confusión que marea; en cambio, alzar la mirada a los horizontes colgados en la parte alta de la ventanilla me devuelve el don del paisaje, la claridad de las grandes líneas que confluyen, la presencia de colores y matices, el tiempo revestido de permanencia en que descansar el alma. Me recobro en la lentitud y los espacios dilatados de la revelación.

 

El cuadro, el arte, otra ventanilla en el vagón de la vida.

 

 

 

José Manuel Mora-Fandos

CA EN ES